En recuerdo de Fernando Rodrigo
Fernando Rodrigo. In memoriam
Madrid, 7 de marzo de 2012
El 28 de febrero de 2012 falleció en Madrid el Prof. Dr. Fernando Rodrigo Rodríguez, miembro del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid. Durante los últimos veinte años, nuestro colega y amigo Fernando ha sido profesor titular de la UAM, donde ha enseñado e investigado sobre teoría de las relaciones internacionales, seguridad internacional, política exterior española, integración regional comparada y política de la Unión Europea.
Al terminar la semana triste en la que la enfermedad nos lo ha arrancado cruelmente con solo 55 años de edad, me parece necesario dejar testimonio del legado académico que deja Fernando en el desarrollo de los estudios internacionales en nuestro país, y del imborrable recuerdo personal que mantendremos los que estuvimos cerca de él.
En mi caso, lo conocí poco antes de que las circunstancias permitieran que ambos coincidiésemos como compañeros en la UAM. Era a finales de la década de los noventa, cuando yo sólo tenía veintitantos años y estaba realizando una estancia pre-doctoral en Estados Unidos. Fernando buscaba entonces un coautor para un trabajo sobre las transformaciones organizativas de la política exterior española A partir de ahí arrancó un periodo de gran amistad y de colaboración profesional. Resultó ser una colaboración menos fértil de lo que ambos hubiéramos deseado, pues casi la mitad del tiempo transcurrido desde entonces, tuvo que emplearlo en luchar tenazmente contra el cáncer. Y, aunque durante años fue capaz de ganarle en varios asaltos, no pudo superar el tercer zarpazo encajado a partir del pasado verano. Aun así, y desde que yo me incorporase a su mismo Departamento en 2000, pudimos realizar juntos varias publicaciones, desarrollar algún proyecto de investigación en equipo, compartir labores docentes y cooperar en otras actividades extrauniversitarias conectadas al análisis de la política internacional y europea de España. Sin embargo este tiempo, que es el único que conozco de primera mano, con ser importante, abarcó sólo el último cuarto de su vida.
Fernando se había licenciado en Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense con 21 años, en 1978, cuando la transición estaba en plena efervescencia. Aunque por su edad no pudo protagonizarla, por sus estudios y por su pertenencia a la generación de españoles nacidos a mitad de los cincuenta estaba llamado a ser uno de sus analistas; una vocación sólo parcialmente cumplida, pues Fernando no llegó nunca a publicar su ambiciosa -y entonces muy novedosa- tesis doctoral sobre el papel y la evolución del Ejército en el tránsito de la dictadura a la democracia. Curiosamente, los dos compartíamos una circunstancia curricular idéntica relacionada con la finalización de la tesis, ya que, en ambos casos nuestra investigación había acabado siendo dirigida por nuestro también compañero José Ramón Montero después de que nuestros respectivos directores originales, Carlos Lerena en su caso y Vincent Wright en el mío, hubiesen fallecido prematuramente.
Pero la trayectoria académica posterior de Fernando como Doctor en Ciencia Política y Sociología fue bastante personal. No se dedicó a la teoría crítica de la educación en la línea que había desarrollado con éxito su primer maestro, ni tampoco se orientó a los estudios politológicos puramente empíricos de los que su segundo director es el gran referente español. Es verdad que gracias a esa relación, y también a una beca Fullbright, Fernando pudo disfrutar un periodo como visiting fellow junto a Juan J. Linz y Alfred Stepan en la Universidad de Yale. Sin embargo, prefirió aprovechar su estancia en Estados Unidos para empezar a seguir la política exterior y de seguridad de la gran superpotencia –un campo de especialización que, increíblemente, sigue hoy casi huérfano en nuestro país- y trasladar luego ese conocimiento al terreno español. Aquí, el desarrollo de los estudios sobre relaciones internacionales o sobre nuestra acción diplomática y militar era prácticamente nulo. El larguísimo aislamiento del régimen franquista y el hecho de que la disciplina estuviera bajo la tutela del Derecho Internacional Público explicaban que, sólo de modo excepcional, los politólogos se interesaran por ese objeto de estudio. Y Fernando en Madrid –junto a algún caso más, como por ejemplo su amigo Pere Vilanova desde Barcelona- fue una de esas excepciones.
A partir de su estudio sobre el papel de los militares españoles desde la década de los setenta –prolongada, en paralelo a la tesis, con su asistencia diaria al juicio a los implicados en el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981-, Fernando fue un testigo excepcional de la gran transformación que ha vivido España en los últimos 35 años: de ser un país recluido en sí mismo y en el que el Ejército amenazaba las libertades, hasta convertirse en una potencia media cuyas fuerzas armadas operan en numerosas misiones, contribuyendo así a proyectar en el mundo los valores de una democracia bien consolidada.
En 1987, tras una breve incursión en la política, frustrada por el fracaso de los pequeños partidos españoles de centro de aquella época, Fernando realizó una estancia como senior associate member en el St. Antony's College de Oxford, donde iba a conocer a Charles Powell con quien colaboraría después durante muchos años. Inicia en aquel momento un periodo personal muy productivo que coincide con la adhesión de España a las Comunidades Europeas o con el referéndum sobre la OTAN. Es entonces cuando publicó numerosos trabajos nacionales e internacionales sobre los rápidos cambios de la política exterior y de seguridad española, que culminaron en 1995 con la edición, junto a Richard Gillespie y Jonathan Story, de un libro aún hoy imprescindible. Se trata de Democratic Spain. Reshaping external relations in a changing world (Londres: Routledge), que fue traducido un año más tarde por Alianza Editorial. También es entonces cuando comienza a publicar sobre integración europea, ostentando una cátedra Jean Monnet de 1998 a 2005, y cuando retoma su seguimiento de la política exterior norteamericana gracias a sus estancias periódicas como profesor de la Summer School de la Universidad de Georgetown.
En ese sentido, resulta obligado mencionar su larga vinculación con la Fundación Ortega y Gasset. Desde los primeros ochenta, Fernando venía impulsando debates sobre asuntos de defensa que se desarrollaban en el semisótano de una de las alas de su biblioteca y que, de forma muy pionera para la época, ponían en contacto a civiles y militares. Junto a Antonio Remiro, que era ya un asentado catedrático y que le tutelaría tanto en sus diversas actividades en la Fundación como en el inicio de su carrera universitaria, Fernando diseñó en 1988 un célebre Máster en Relaciones Internacionales que él mismo coordinaría durante casi quince años. Así ayudó a formar a un nutrido número de futuros diplomáticos españoles o extranjeros, de analistas especializados en política mundial, y desde luego de académicos. Por allí pasaron -por mencionar sólo algunos nombres que luego fueron profesores en la UAM- Soledad Torrecuadrada, Cristina Izquierdo, Francisco J. Peñas o Carmen Martínez. Además, aquel Máster, que fue fuente de inspiración para otros programas similares, sirvió también de palanca para promover un auténtico instituto de estudios internacionales aplicados del que España carecía.
En la década de los ochenta, con la excepción del CIDOB en Barcelona –del que Fernando fue también colaborador habitual-, no existía ningún centro que mereciera el nombre de think-tank. En la medida que el país empezaba a aumentar su presencia exterior, ese vacío comenzó a convertirse en un problema funcional. El Gobierno apenas contaba con el apoyo de expertos independientes, no existía fuera del ámbito universitario un referente adecuado para organizar encuentros, difundir ideas, ordenar documentación o realizar publicaciones con agilidad, y las redes transnacionales dedicadas al estudio prescriptivo de la política mundial, la seguridad o la integración europea no podían identificar a un socio en la capital de España. Fernando supo entonces aprovechar la plataforma del Instituto Ortega y Gasset para impulsar, a partir del Máster, el Centro Español de Relaciones Internacionales, del que fue subdirector desde su nacimiento en 1992 hasta 2000. El CERI, bajo la presidencia de honor del Príncipe de Asturias y con el apoyo de los Ministerios de Asuntos Exteriores y Defensa, contaba con sede propia en la calle Hortaleza y llegó a publicar una revista, Meridiano Ceri. Junto a Fernando y Antonio Remiro, el equipo de trabajo incluía a Rosa Ávila, a Paz Fernández y a un amplio grupo de analistas externos. Pronto se convirtió en el lugar idóneo para fomentar los estudios internacionales y llegó a acariciar la aspiración de convertirse con el tiempo en un Chatham House español, aunque acabó desapareciendo en 2001, cuando el Gobierno prefirió apostar por una entidad más potente –el Real Instituto Elcano- del que el CERI fue, por tanto, su directo precedente. Inmediatamente después, Fernando aún contribuyó a la creación de otro think-tank, el Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas, que nació en 2002 de la mano de Vicente Palacio, quien había estado trabajando con él en un proyecto de investigación en la UAM.
Fernando desplegó también una gran labor de gestión académica internacional impulsando intercambios y programas conjuntos. En 2000 comenzó a dirigir el Doctorado de la UAM en Relaciones y Negocios Internacionales impartido en la Universidad de Guadalajara (México), y en 2002 el Máster en Integración Regional ofrecido conjuntamente por la UAM y el Asia-Europe Institute de la Universidad de Malaya en Kuala Lumpur, donde era profesor desde varios años atrás. Gracias a esa experiencia malasia, tal y como recordaba nuestro gran amigo común José Ignacio Torreblanca en la triste despedida que le dedicamos hace unos días, Fernando quedó intelectualmente fascinado por Asia, pero sobre todo personalmente. Y su actual esposa, Shamsul, que tanto ha amado y sufrido a su lado en estos últimos años tan difíciles, es la mejor prueba de ello.
Porque Fernando fue sin duda un auténtico cosmopolita que, aunque gustaba mucho del Madrid castizo, se sentía igualmente en casa por Washington, el Sudeste Asiático, cualquier capital europea o América Latina. Y, como tal, fue persona tolerante y curiosa. Tanto sus sensibilidades políticas como sus intereses científicos estuvieron tan poco prejuiciados que, de su atención original por el enfoque crítico de los sociólogos-filósofos franceses Bourdieu o Foucault, fue ampliando horizontes hasta abarcar a los neorrealistas de la política exterior norteamericana o, últimamente, la teoría de la elección racional. Una capacidad de evolución de tal magnitud que a mí me llevaba a bromear recordándole aquello de “From Plato to NATO”. En ese sentido, Fernando siempre huyó de los excesos ideológicos. Pertenecía a la mejor tradición del pensamiento liberal y, de hecho, contribuyó a promover el liberalismo en la teoría de las relaciones internacionales, difundiendo en España a autores como Joseph Nye o Robert Keohane de los que aquí apenas se tenía noticia. Toda esa miscelánea vital e intelectual, junto a aquel característico flequillo y su bigote, le conferían cierto porte de gentleman romántico que él además alimentaba con extravagancias deliciosas como tomar un taxi en Andorra –de cuyo Gobierno fue consultor en asuntos internacionales- y recorrer más de 600 kilómetros para llegar a tiempo a impartir una conferencia en Burgos.
Fue también un buen compañero. Por mi especialización parcialmente similar a la suya, al menos en lo que se refiere a los asuntos europeos y la acción exterior de España, he podido comprobar en estos años cómo ayudaba a mantener el vínculo entre profesores de la UAM orientados a distintas facetas de los estudios internacionales. Eso incluía a sus antes mencionados antiguos alumnos y compañeros en el Instituto Ortega y Gasset, pero también a otros juristas del área de Derecho Internacional a la que formalmente pertenecía su plaza de profesor (como Javier Díez Hochleitner, Carlos Espósito, Alfonso Iglesias…), y por supuesto a colegas más jóvenes en nuestro Departamento dedicados expresamente a las relaciones internacionales (Itziar Ruiz-Giménez, Alicia Campos, Antonio Ávalos,…). Fernando sabía acercar y era un referente para la relación interdisciplinar, y sobre todo interpersonal, dentro de nuestra Facultad de Derecho entre la ciencia política, la teoría política, los estudios de área, las relaciones internacionales o el enfoque institucional y jurídico de las cuestiones internacionales. Con independencia del desarrollo propio que deba tener cada una de estas perspectivas, Fernando ejemplificaba la absoluta necesidad de que todas se respeten y la fructífera posibilidad de que dialoguen entre sí. Un terreno en el que, por ejemplo, coinciden en parte conmigo otros politólogos del Departamento, como Fernando Vallespín o Carlos Taibo, y que en enero pasado ha permitido a Juan Tovar doctorarse con una tesis que dirigió Fernando y que yo mismo he codirigido en su etapa final. El acto de defensa de la misma sirvió para que Fernando pudiese despedirse de la UAM con una reivindicación muy digna de lo que la academia significa.
Pero, para mí, Fernando fue sobre todo un buen amigo. Un amigo valioso por inteligente y divertido, con quien era muy gozoso mantener largas conversaciones en aquel inmenso despacho forrado de mil libros que tenía en la vieja sede del Departamento o en las veladas disfrutadas en casa. Aunque parecía que las contrariedades que había tenido en el terreno profesional, político y personal le habían endurecido con cierto aire cínico, Fernando era mi compañero más cariñoso y sentimental. En un mundo –el académico- donde los afectos se reprimen bajo egos intelectuales ridículamente infinitos o se esconden en charlas superficiales, Fernando siempre fue la persona que me preguntaba si me sentía feliz en los momentos cruciales de mi vida: mi primer día de clase, cuando me casé, los avances en mi carrera, el nacimiento de mis hijos… La complicidad mayor que tuve con él -luego agrandada cuando la enfermedad le hizo más vulnerable- fue definitivamente extraña para colegas universitarios: la búsqueda de la felicidad. Fernando subrayaba, y a veces exageraba, cuando se encontraba feliz, cuando pensaba que la vida tenía sentido. Él necesitaba sentir esa felicidad y a mí, he de confesar, su búsqueda siempre me dejaba un poso de melancolía. Al irse, se va también un poco todo eso, se va quien te preguntaba si eras feliz, quien te declaraba con voluntarismo que él ahora ya lo era, o que pretendía serlo en cuanto se recuperase. Y me vuelve –más fuerte que nunca- ese regusto amargo de tristeza.
Fernando fue un rara avis entrañable, brillante y algo fugaz. Le echaremos de menos.
Ignacio Molina
Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales
Universidad Autónoma de Madrid